jueves, 6 de marzo de 2008

Un día de cólera


Con la publicación de Un día de cólera, Arturo Pérez Reverte ha dado seguimiento a una serie histórica que, aún en ciernes, guarda algunas semejanzas con los Episodios nacionales, de otro Pérez: Galdós. Pérez Reverte se apunta a la novela histórica casi de efemérides: publicó Cabo Trafalgar con motivo del bicentenario de esa batalla naval y Un día de cólera ha visto la luz en el bicentenario de los tristes sucesos que se desencadenaron en Madrid el 2 de mayo de 1808.

La novela transita por algunos temas que apasionan a su autor: el arrojo, la valentía, el orgullo, la rebelión contra los opresores, contra la injusticia, en favor de la libertad individual y en defensa del pueblo. El destino trágico, asumido por algunos de los protagonistas de los hechos, se encarna especialmente en el capitán Luis Daoiz, pero también en otros, como Velarde. La novela ensalza a los participantes de una rebelión que devolvió la dignidad perdida a un pueblo abandonado a su suerte por unos gobernantes viles, obtusos y cobardes. Pérez Reverte, ricamente documentado (la novela incluye un anexo con una bibliografía específica sobre el tema), homenajea a los protagonistas del levantamiento mencionándolos a todos casi obsesivamente, lo que hace en ocasiones farragoso el discurso, pero también emocionante y cercano. Por contra, a los franceses, salvo algunos casos concretos, apenas si los nombra, buscando el contraste entre unas personas humanas, individuales, con sentimientos y una máquina inmensa, perfecta e inhumana, el temible ejército francés, aunque, como en Cabo Trafalgar, no falten muestras de piedad en ambos bandos en un día y una noche terribles cuya brutalidad inmortalizó Goya, que aparece como personaje en la novela (otro elemento muy del gusto de Reverte), en sus célebres Fusilamientos del tres de mayo.


lunes, 3 de marzo de 2008

Una entrada persistente

Hace mucho tiempo que no escribo, tanto que mi hermano Diego ha elevado a El patrón sin barca, la entrada que lleva encabezando este blog desde el lejano 21 de enero, a las altas cumbres de la mitología. El patrón sin barca no es una entrada mítica; más bien es una entrada persistente que se ha ganado el corazón de los lectores de un blog que ha quedado varado demasiado tiempo, un poco como la escultura de San Sebastián a la que me refería en ese post. Después de mes y medio, he encontrado la Blogse un poco destartalada y llena de telarañas, pero con muchos comentarios que agradezco.
Hace mucho tiempo que no escribo, entre otras cosas, como habéis imaginado muchos de los que leéis (o leíais) mi blog, por Diego. Pero no toda la responsabilidad es suya. Si algo no quiero es usar a mi hijo como pretexto de todo lo que no hago porque no puedo o porque no quiero, excusa tan manida que, aunque a veces es cierta, ya nunca me creo. Me he metido en demasiados fregados este año y lo primero que se ha resentido han sido las devociones, ya que las obligaciones son insoslayables.
Así, he ido retrasando día a día mi regreso al mundo bloguero y me he perdido muchísimas cosas que en este tiempo me ha ofrecido: un fantástico regalo de mi querida Nerea (del que me enteré gracias al correo electrónico) o un premio que me otorgó Alejops con una deferencia que me dejó perplejo.
He dejado de enterarme de las peripecias vitales de Merche Pallares, de ver el agua que discurre por la acequia de Pedro, las palabras que se escriben y desaparecen en las aguas a más velocidad incluso que en la arena, y el lento y rumoroso transcurrir de la lúgubre góndola por los angostos e incorruptibles canales de la Venecia dieciochesca. Y tantas otras cosas.
Pero aquí estoy de nuevo. He vuelto. Y para quedarme.
Digo yo...